Alix en Iberia
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Alix, Jacques Martin, El Íbero
Mientras estuvo operativo, consulté con regularidad un sitio, no oficial pero sí muy fanático, de Alix. En uno de sus menús desplegables, se ofrecía un análisis del personaje a través de las distintas fases de su dibujo. Desgraciadamente, hace ya algún tiempo que se clausuró esta interesante página y no he podido averiguar a qué periodo corresponde el dibujo de El íbero (2007). Es una pena porque las diferencias de la plástica de éste con el resto de los álbumes de la serie leídos hasta ahora, ya sean anteriores o posteriores, son lo primero que he acusado en estas páginas. Y eso que, de entre la siguientes entregas -esta que hoy me ocupa es la vigésimo sexta para ser exactos-, una de las que atesoro es la ulterior, El demonio de Pharos (2008), y el dibujo en ambos es del mismo autor: Christophe Simon.
Sin embargo, me parece que, en El íbero, la escala de las figuras es mayor que en el resto de la colección. Me explico, los dibujos, en general, se me antojan más grandes. A mi juicio -y vaya por delante que no soy más que un apasionado aficionado a la bande dessinée, que no un experto en sus técnicas- eso hace que los planos de conjunto sean menos abigarrados que en otras aventuras. Esto y la ambientación rural, en los "caminos de Hispania", en el año 46 antes de la era común (a. e. c.), van en detrimento de esas viñetas urbanas, un ejemplo de buen hacer según nos refiere Sergi Vich en La historia en los cómics (Glénat, Barcelona, 1997), que aquí brilla por su ausencia. Ahora bien, esto no quiere decir que no me haya gustado la historieta. Para mí, los clásicos de la bande dessinée -y las aventuras de Alix son las que más, tras las de Tintín y junto a las de Blake y Mortimer- son un dogma de fe.
En base a la estampa de Alix, distingo una primera fase, y por tanto rudimentaria, que comprende desde Alix el intrépido (1956) hasta La tiara de Oribal (1958), la primera obra maestra, en la que Martin -entonces dibujante y guionista- alcanza la plenitud de su genio. Tras La tiara... acaso pueda decirse que arranca el periodo clásico, en el que el historietista va madurando su magisterio en grandes álbumes en los que Alix alcanza esa fisonomía con la que pasa a la historia. De estas entregas del periodo clásico -que bien podría llamarse- destacaré Las legiones perdidas (1965).
Creo haberlo escrito ya en otro de los asientos de mi bitácora. Cualquiera que siga con la debida atención una colección, prolongada lo suficiente, puede apreciar cómo el dibujo de sus personajes va ganando desde los inseguros, cuando no rudimentarios trazos de sus primeras viñetas, a la madurez. Si hay una excepción a esta regla, una vez más, ésa es Tintín. Y lo es porque Hergé, que era un estajanovista que no podía vivir sin trabajar, homogeneizó las aventuras del infatigable reportero de Le Petit Vingtième al colorearlas, cuando en la posguerra se le impidió publicar por haberlo hecho durante la guerra en las páginas infantiles de la prensa que se escribía al dictado del ocupante alemán. Pero eso -como dice Kipling- es otra historia. Y ya se ha contado hasta la saciedad.
Por el año de su edición original supongo que El íbero es de los últimos álbumes con Jacques Martin al frente de su creación. De hecho, el trabajo del maestro parece diluirse entre el de los otros dos guionistas: François Maingioval y Patrick Weber. Me atrevería a jurar que ya estaba abrumado por esa enfermedad que le fue privando paulatinamente de la vista. Pero se preocupó muy mucho del rigor histórico. Sus afanes pedagógicos le llevaron a tener en la antigüedad clásica -no hay que olvidar a Orión, el equivalente en la Hélade de Alix- el marco ideal para sus aventuras en un afán que, se me figura, una simpática romanización de los amantes de la bande dessinée por sus viñetas.
En estas de El Íbero se nos transporta a la futura Andalucía, en las vísperas de la batalla de Munda (45 a. e. c.) que librarán los hijos de Pompeyo -parece ser que en realidad solo fue uno, Pompeyo el joven- contra César. Alix, quien sigue siendo un protegido del vencedor de la Guerra de las Galias, recibe de éste una finca en Iberia con el mandato de convertirse en un colono. Pero el joven y su fiel amigo Enak no están hechos para colonizar la tierra. Siendo Tarago -un caudillo de los Íberos-, el propietario original de la hacienda, Alix no tardará en verse envuelto en una intriga de aquellos remotos habitantes de nuestra península.
Colaborador de los de Pompeyo, quienes le han prometido restituirle todo lo que César le ha quitado y más, pese a que Alix se encuentra enfrentado a Tarago, no tardará en surgir entre ellos ese respeto que los grandes guerreros se tienen entre ellos pese a ser enemigos en la guerra que libran. Se salvarán la vida en más de una ocasión. Hasta ahí todo es previsible.
Lo que más me ha llamado la atención es el respeto con el que se trata a Iberia -incluso se la ensalza con los apuntes del coraje de sus hombres y mujeres- presentándonosla, además, como ese precedente de España que es. Nada que ver con esa colección de tópicos e injurias de la Leyenda negra sobre nuestro país vertidos por flamencos, ingleses, franceses y demás. En fin, no olvidemos que estamos hablando de un cómic dirigido, principalmente a lectores belgas -es decir, a una sociedad mitad flamenca- y que las injurias de la Leyenda negra sí trascienden -y mucho- a otro clásico de la bande dessinée: Cori el grumete de Bob de Moor.
Sin menoscabar por ello el valor artístico de las aventuras de Cori, justo en la segunda línea de los clásicos, me quedo con el Alix de El Íbero, más respetuoso con Iberia que Astérix con Hispania, por poner un ejemplo.
Publicado el 28 de octubre de 2022 a las 02:45.